El silencio era absoluto. Tan sólo un tímido rayo de luz, que se colaba entre las bisagras, creaba una cálida penumbra que dejaba ver las diminutas motas de polvo agitadas tras mi entrada. Sin embargo, no hube teminado de pronunciar su nombre, cuando un nítido centelleo dio comienzo a la explosión, en mil pedazos, de su corazón. Lo tenía helado, duro cómo el acero, y yo no había sabido templar el timbre de mi voz.
(el Kartero)
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