Echo de menos el olor a lejía de sus manos. Su anillo, que parecía estrangular el dedo. Su aliento; el de diario y el de cuando disimulaba estar enferma. Sus caricias, sus palabras, sus remedios, su silencio. Echo de menos las tardes de sábado, cuando nos enseñaba las fotos, cuando abría las cajas. Colarme en su cama. Su calor, que me dejara durmiendo cuando ya no estaba. Echo de menos sus caldos, sus carnes, sus pescados. Echo de menos sus edades, cuando le preguntábamos, cuando nos decía, cuando calculábamos las nuestras en función de la suya. Quizá por eso sigo yendo, y aunque ya nada sea igual, me sigo sentando a la mesa, esperando que me sirva, y notarla tras de mi, observando mis gestos, mis edades, que son, en resumen, sus edades.
(el Kartero)
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