Al primer pez lo siguieron los demás, agitados, excitados. Uno a uno fueron saltando del cubo, cayendo al suelo, al ardiente suelo del mediodía. Ella los miraba, con sus ojos metálicos, con su mueca de acero, no podía hacer nada, anclada al asfalto, petrificada. Y los peces agonizaban. Eran devorados por las aves mientras nadaban en la nada. Una gota de sudor empezó a deslizar sobre su plateada frente, luego otra, y otra y así fueron destiñendo su particular barniz de estatua, y pestañeó y soltó el cubo y se secó el sudor y se descalzó de sus zapatos fijados a lo inmóvil y corrió y se mezcló entre la gente. Hoy, de aquella escultura que nació viva sólo quedan las alpargatas, unas frías y plateadas alpargatas. Suficiente, no hay quien pase y no vea a la vendedora de pescado.
(El Kartero, a j.n.)
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