Cuando se marchó llevaba su desgastada mochila repleta, tanto que se podía ver incluso el hilo de las costuras, forzado, cómo brillaba con su color blanco nuevo. Había estado cuatro años, dos meses y ocho días exactamente en aquel apartado pueblo que bastantes años más atrás lo había visto nacer.
Cuando llegó, con su impoluta mochila vacía, sabía que la agonía de su madre podría alargarse por años, estaba preparado, sin embargo, ella, al verle, no tardo más de tres días en dejarse morir. Lo que lo retuvo fue otra espera, la de David. El día del entierro, éste llegó al pueblo. En sus maletas cargaba un sinfín de pastillas para intentar aliviar su muerte. El sida estaba siendo particularmente implacable con él. Su cara delgada y las oscuras manchas en la piel no vaticinaban demasiada espera, sin embargo, la amistad entre ambos, el recuerdo de su amor juvenil y la sensación de revivir un pequeño paréntesis hicieron que el tiempo corriera un pelín mas despacio. Cuatro años, dos meses y cinco días fue todo lo que la vida pudo hacer por ellos. Una compensación divina a tanta incomprensión pasada.
Cuando se marchó llevaba su desgastada mochila repleta. Las costuras, forzadas, sostenían los pésames de cada uno de los habitantes de aquel pueblo, que aferrados a una última oportunidad, glorificaban, ahora, tanto amor.
(el Kartero)
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