El estado de vigilia era tal que no me dejaba descansar. Un solo ruido me sobresaltaba. De pronto, a lo lejos, oía sonar un despertador. Tan sólo un pitido bastaba para que fuera apagado, luego unos pasos por el pasillo se aproximaban, pasaban por delante de mi habitación y se dirigían al baño. A partir de ahí comenzaban mis plegarias, intentaba controlar, en gran silencio, todos sus movimientos, lo escuchaba abrir la puerta de la cocina, desde donde comprobaba el estado de la mar. Pedía que estuviera mala, que hiciera viento, que no pudiéramos salir. Luego la puerta se cerraba, y en la mayoría de las ocasiones los pasos se dirigían hacía mi cuarto. Todo estaba perdido. Un ligero toqueteo en la puerta y la misma frase de siempre: “Levántate, ya es la hora”. En ocasiones había gemido algo así como que estaba malo, pero mi padre se las conocía todas y no causaban mis lamentos el efecto buscado. A partir de ese momento todo era siempre igual. Me ponía la ropa de abrigo, me enfundaba unas botas de goma y me achataba el pelo, no recuerdo haberme lavado la cara nunca, es curioso, siempre he salido legañoso al mar. Como mucho, me frotaba los ojos con los puños. Y la acidez en el estómago, una acidez, que desde mis doce años, fue a mí como la saliva a los perros de Pavlovsky.
(el Kartero)
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