En los dos últimos años creo que no habré dormido en una cama más de veinte o treinta veces. Si hacemos un cálculo rápido es fácil comprobar que casi setecientas noches las he comenzado con esa tristeza que da el no poder resguardarse bajo una cálida sábana. El tiempo hace que los números se vuelvan desproporcionados pero el día a día no lo es tanto, con lo cual no deja de ser una mera cotidianeidad. Obviamente sé que hay algo que falla, algo que no está bien. Pero sé que el admitirlo, el saberlo, la consciencia de ello no es más que un tranquilizante para esa inteligencia llamada emocional. Es cómo si me calmara el saber que existen pequeños detalles de inestabilidad en mi vida y ser consciente de ellos. Pero también sé que es cómo una especie de desdoblamiento de personalidad el que hace que mi mente, conocedora de mis taras, señale con el dedo a mi otra parte que acepta esa inestabilidad. Y así, día a día, voy pasando de puntillas sobre esta vida que me ha premiado con mi primer gran asuntillo interno. Es cómo las diminutas partículas de arena que se meten en una ostra y ésta, con en tiempo y los embates del mar, la va rodeando de más y más nácar, sólo que en este caso no sé si lo que atesoro es una perla o más bien un troyano, que puede, con el tiempo, apoderarse de mis entrañas. Y si eso ocurriera creo que mi capacidad de saberlo no serviría más que para ver cómo una insignificante partícula de vida creó en mi una enorme piedra que terminó asfixiándome.
(el kartero)
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